Queridos hermanos y hermanas:
El 17 de febrero es miércoles de ceniza. A partir de ese día emprenderemos un camino hacia Jerusalén que os invito a recorrer poniendo manos, mente y corazón en cada paso hasta celebrar el triduo pascual cuando se inaugure el mes de abril. Lo haremos desde las circunstancias personales y sociales que cada uno y como Iglesia atravesamos. La pandemia del COVID-19 y sus consecuencias fraguan una losa pesada que produce miedo, hastío, crispación, inseguridad, soledad, pobreza, tristeza… Los tratamientos médicos todavía incipientes y las vacunas —debemos exigir que se dispensen al mundo entero sin ser objeto de lucro a costa de vidas humanas— aparecen como pabilo vacilante al que nos aferramos.
Para sobrellevar la carga de esta situación que todavía se vislumbra duradera, los cristianos contamos con el auxilio de la fe, la esperanza y la caridad. El papa Francisco nos invita a renovarlas durante la Cuaresma en su mensaje de este año. La fe —dice el Papa— nos llama a acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Jesucristo. La esperanza es “agua viva” que nos permite caminar en un tiempo litúrgico que está hecho para esperar, volviendo a dirigir la mirada a la paciencia de Dios que nos sigue cuidando, afirma el pontífice. La caridad la señala Francisco como la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza, aquella que nos hace salir de nosotros mismos y suscita cooperación y comunión. Os invito a leer y meditar el profundo mensaje cuaresmal del Santo Padre.
Por mi parte, en el contexto que nos envuelve y he descrito muy brevemente, os animo a ir hacia Jerusalén a buen paso de esperanza, haciendo avanzar con ella la fe y la caridad. La esperanza es una profecía cristiana imprescindible en estos tiempos, antes, durante y tras esta pandemia. Esperamos la vida abundante seguros de que «Él no olvida jamás al pobre, ni la esperanza del humilde perecerá» (Sal 9,19). El anuncio de la pasión y muerte de Jesús lo es también de la resurrección. La palabra definitiva no la tienen el sufrimiento y la aniquilación, sino la victoria sobre el mal, el dolor y la muerte (cf. 1Cor 15,26). Este es el anuncio y la razón de nuestra esperanza.
Caminemos hacia la Pascua vueltos los ojos a la misericordia paciente de Dios, que cuida la Creación entera y nos convierte en “cuidadores fraternos”, igual que nos reconcilia y nos hace propagadores del perdón entre hermanos que es esperanza de fraternidad.
Transitemos la Cuaresma con las alforjas de la oración, el ayuno y la limosna. Una oración en la que nos encontremos con el Señor y con los hermanos, contemplándolos con los ojos de Dios, albergando esperanza para ellos y pidiendo lo que necesiten y les beneficie. Un ayuno que sea como el que Dios prefiere: soltar cadenas injustas y amar a los hermanos sin desentenderse de ninguno, sino dándoles gratis lo que precisen por amor. Una limosna, alforja siempre vacía y siempre llena, que dirija el amor especialmente a la persona herida.
Como nos sugiere el papa Francisco en Fratelli tutti (cf. 223) y en su mensaje cuaresmal, adoptemos un estado de ánimo que no sea áspero, sino afable, suave, que sostenga y conforte a los hermanos para sobrellevar mejor esta y cualquier situación. Ayunemos de lo que hiere, humilla, entristece o irrita a los demás. Seamos magnánimos en palabras y gestos amables que alienten, reconforten, fortalezcan, consuelen y estimulen a recorrer la vereda cuaresmal con hambre de resurrección: con hambre de Cristo vivo, que es nuestro amor y nuestra esperanza.
✠ Luis Ángel, cmf
Obispo de León