Lema y escudo
La inspiración del escudo: el lema episcopal
El escudo episcopal de Mons. Luis Ángel de las Heras surge enteramente del lema que ha elegido para sí, un hermoso texto latino de S. Juan Damasceno, en el primer capítulo de la Declaración de la fe (cf. PG 95, 417-419): «Pasce me Domine. Pasce mecum» («Apaciéntame, Señor; apacienta Tú conmigo»). En esta parte de su obra, el presbítero de Damasco y doctor de la Iglesia reconoce agradecido el modo en que Dios le ha cuidado desde antes incluso de nacer y ruega al Crucificado que le convierta en un pastor según su corazón: «Así, pues, oh Cristo, Dios mío, te humillaste para cargarme sobre tus hombros, como oveja perdida, y me apacentaste en verdes pastos; me has alimentado con las aguas de la verdadera doctrina por mediación de tus pastores, a los que tú mismo alimentas para que alimenten a su vez a tu grey elegida y excelsa. Por la imposición de manos del obispo, me llamaste para servir a tus hijos. Ignoro por qué razón me elegiste; tú solo lo sabes. […] Señor, aligera la pesada carga de mis pecados […]. Condúceme por el camino recto […]. Pon tus palabras en mis labios […]. Apaciéntame, Señor; apacienta Tú conmigo».
Bíblicamente, estas palabras de Juan Damasceno, que son a la vez súplica, confesión de fe y ofrenda de sí, nos remontan a la orilla del mar de Galilea, donde el Señor confió a Pedro su perdón y el pastoreo de la Iglesia y, sobre todo, sitúan el ministerio encomendado bajo el signo del Buen Pastor. En el centro del escudo episcopal del P. Luis Ángel vibra justamente este misterio pastoral en que Cristo nos apacienta a cada uno de parte del Padre y, al mismo tiempo, apacienta con nosotros a todos los hombres. Pues el ministro es a la vez oveja herida en brazos del pastor y amigo del pastor en medio del rebaño.
La composición del escudo: cauce de vida y pilar de la fe
El escudo, de forma cuadrolingia, redondeado por su base y acabado en punta, aparece cortado en dos mitades desiguales. El panel de arriba acoge el lema episcopal y el de abajo muestra un icono de Cristo en que quedan compendiadas diferentes alusiones simbólicas, como expondremos enseguida. Tales forma y disposición recuerdan vagamente a las del escudo de Segovia, lugar de nacimiento del P. Luis Ángel. El de aquella ciudad es igualmente un blasón cuadrolingio y, aunque consta de un sólo panel, en él se representa el célebre acueducto segoviano; una imagen que, con sus dos órdenes de arcos sobre pilares, divide también en dos la composición. Teniendo como trasfondo la metáfora del acueducto, el orden superior del escudo episcopal porta como en un cauce el agua que sacia la sed, es decir, la oración suplicante que el nuevo obispo dirige al Buen Pastor y su deseo de ponerse junto a Él al servicio de quienes viven necesitados de las fuentes de la Vida. Asimismo, el orden inferior da a conocer a Jesucristo, quien es pilar, fundamento y sostén de todos los creyentes, también del nuevo obispo.
Tres elementos más terminan de perfilar la estructura del escudo, a saber: los bordes de color rojo intenso, la pequeña ventana inferior en que pueden leerse las siglas CMF y, en la parte superior, la mitra y el báculo. Veámoslos por partes. En primer lugar, todos los elementos del escudo quedan enmarcados por unos gruesos bordes de color carmesí oscuro, el mismo con que está tejido la túnica de Cristo. En ambos casos, dicho color hace referencia a la sangre, que es principio de vida, río de humanidad, signo de amor apasionado y prueba del martirio. El episcopado del P. Luis Ángel quiere ser una prolongación del misterio de la Palabra «encarnada», de suerte que la sangre que brotó del costado atravesado de Cristo recorra e irrigue toda su persona y su servicio, prolongando en él la humanidad apasionada del Buen Pastor que entrega libremente la vida por sus ovejas. Todo ello marcado con el sello radical y el hermoso horizonte del martirio que, como en el caso entrañable de sus hermanos claretianos de Barbastro, lleva el seguimiento enamorado de Cristo hasta el extremo de las «regiones de dolor y muerte». En segundo lugar, el escudo dibuja un pequeño cuartel en el centro de su parte inferior. En él, sobre el mismo fondo áureo que colorea el panel superior, aparecen las siglas CMF. Estas tres letras constituyen el distintivo de los Misioneros Claretianos Hijos del Inmaculado Corazón de María, congregación de pertenencia del nuevo obispo. En concreto, CMF abrevia el título latino «Cordis Mariæ Filius» («Hijo del Corazón de María»). Su presencia es discreta en el conjunto de la composición, pero, al tiempo, ocupa un lugar destacado. Si el lema episcopal del P. Luis Ángel corre como el agua sobre un cauce dorado, condensando su vuelo y sus esperanzas de futuro, el recuerdo de su filiación mariana y misionera hace las veces de raíz vocacional, situándose como piedra basal de todo el edificio de su existencia cristiana. Por fin y en tercer lugar, aparecen con la máxima sencillez las insignias de la mitra y el báculo, cifra del pastoreo episcopal. La primera de ellas confeccionada con la misma lana de la oveja que porta amable y firmemente el Buen Pastor, atravesada por la sangre de la entrega y rematada con el filo de oro con que el Señor agracia a sus colaboradores. El báculo, curvado hacia el propio seno del obispo en señal de acogida, es a la vez apoyo para quien lo lleva y llamada al redil de Cristo para quien lo ve. De la misma madera que la cruz y en continuación con ella, porque no hay cayado mejor para el pastor ni mayor consuelo para su rebaño que aquel madero en que se encaramó el Maestro, atrayendo a todos hacia sí.
El corazón del escudo: Christus, Pastor Bonus
El corazón del escudo episcopal está formado por un icono de «Christus, Pastor Bonus». Jesucristo muerto y resucitado (lo ponen de manifiesto las señales de los clavos y la sombra de la cruz), urgido por la misericordia del Padre bueno, ha venido hasta nuestras orillas a buscar a todos los que somos pobres y andamos perdidos. Como Buen Pastor, nos ha tomado sobre sus hombros, con dulzura y fortaleza, y nos conduce con él al Reino de la Vida. Mientras carga con nosotros, su mirada no se detiene únicamente en nosotros, sino que se pierde más allá de los límites del aprisco, buscando ardientemente a los que aún no están a su vera y sufren porque ignoran el inconmensurable amor que Dios nos tiene. Una mirada lanzada desde sus dos tizones negros y profundos sobre el blanco inmaculado y mariano, reflejo de la Estrella del Mar, de la Madre de los Remedios que guía a puerto seguro a cuantos la invocan como amparo en medio de la tormenta. Una mirada silente, paciente y movida a compasión. A la vez rebosante y apretada, como sus labios: el que lo dijo todo diciéndose a sí mismo, mantiene la boca cerrada para no enturbiar el misterio, pues todo Él, pastor y samaritano, es desde siempre y por siempre Palabra del Padre. Palabra total, divina y encarnada: sobre el rojo de su humanidad plenamente asumida, el azul añil de la divinidad de Cristo en el manto de la salvación sobreabundantemente ofrecida.
Cristo, Buen Pastor, trae consigo las primicias de la Vida nueva y eterna en la aureola que enmarca su rostro, reflejo de la gloria del Padre y presencia luminosa del Espíritu. Y en la franja que recorre su túnica, como ungiéndola del misterio de amor intratrinitario. Pero este Cristo, que procede del Padre y nos dona el Espíritu, no se queda lejos de las ovejas, como el pastor asalariado: Él vive resucitado entre nosotros, en los mismos paisajes que habitamos cada jornada. Un cielo nebuloso donde el P. Luis Ángel ha descubierto siempre la huella del Señor. Un monte húmedo y verdecido, cotidiano y rural. Y un mar infinito y embravecido, faenado y fértil. El cielo, el monte y el mar se mira y se encuentra, se define y se sueña. El mar, el monte y el cielo que habrá de apacentar el nuevo pastor de esta diócesis, dejándose conducir con todo su pueblo hacia «verdes praderas» y «fuentes tranquilas» (Sal 23,2). Éste es el lote de heredad que le ha sido encomendado; la parte de la viña a la que ha sido enviado y que ya ha empezado a conocer, a amar y a acompañar. El bello otero donde Cristo viene a poner su tienda, el agua que transita esperanzada la barca de la Iglesia, el firmamento abierto al que el humilde pastor reza: «Apaciéntame, Señor; apacienta Tú conmigo».