✠ Luis Ángel de las Heras, CMF
Obispo de León
Hermanos y hermanas, en este día de fiesta dentro del Tiempo de Pascua celebramos que Cristo ha resucitado y corren ríos de alegría para que bebamos todos los sedientos de esperanza, necesitados y generadores de sal y de luz.
La solemnidad litúrgica de san Isidoro, hombre santo y sabio, nos recuerda la grandeza de la entrega a la causa del Reino de Dios, el don de la sabiduría divina y, en consecuencia, la importancia de abandonar las vestiduras del hombre viejo, que desvirtúan la sal y esconden la luz, para revestirnos del hombre nuevo, Cristo vivo, que nos invita a vivir su amor y su esperanza en fe confiada para ser sal que sala y luz que brilla en el mundo. Es decir, testigos del Resucitado, igual que Pedro en la lectura de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado.
Como afirma el apóstol Pablo en la primera carta a los Corintios, el nuestro ha de ser un modo de vivir y hablar no con «persuasiva sabiduría humana» que busca honores y glorias, sino por inspiración del Espíritu, de forma que prevalezca y se reconozca la obra de Dios.
Resaltamos en san Isidoro una sabiduría e inteligencia preclaras, con conocimientos humanos admirables. Pero hemos de admirar más aún la sabiduría divina, misteriosa, escondida en lo profundo, que recibe de Dios y le hace estar íntimamente unido al misterio divino para realizar su misión entre los hermanos, de tal modo que destacan, tanto o más que su saber, sus obras de caridad.
Así él fue y sigue siendo sal de la tierra y luz del mundo, como hombre que aprecia y practica la contemplación de Dios y el diálogo con Él en la oración y en la lectura y meditación de su Palabra, igual que el servicio que presta a los hermanos de la porción del pueblo de Dios que le fue encomendada.
Ambos modos de vida cristiana podemos conjugarlos para ser nosotros también sal que sala y luz que brilla. En esta basílica lo expresamos bien cuando dedicamos tiempo a la adoración del Santísimo en medio de nuestros quehaceres cotidianos al servicio de los hermanos.
No debe atemorizarnos el desafío de ser sal y luz, porque consiste en ser testigos de aquella esperanza tan grande que no puede ser destruida, ya que es el mismo Cristo.
Él transforma las tinieblas en claridad, lo insípido en vida abundante. Él traspasa el sufrimiento con la luz de su amor y lo transforma en consuelo. San Isidoro recibió este don que no es sino el encuentro con Jesucristo y guio a otros para que conocieran y amaran al Señor.
Agradecidos por este don, estamos llamados a ser luces cercanas, que brillan formando una constelación de pueblo de la luz y de la sal para ayudar a quienes buscan a Dios y quieren ver mejor en su travesía por este mundo, de modo que se encuentren con Cristo, que camina con todos.
La respuesta afirmativa para ser sal y luz es respuesta de amor y de verdad. Es respuesta de amor porque «Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está y camina en las tinieblas» (1 Jn 2,10-11), dice la primera carta de san Juan. Es también respuesta de verdad porque el amor necesita la luz de la verdad que constantemente buscamos. Afirma Benedicto XVI en “Caritas in veritate” que «La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad», para que el amor no sea desvirtuado, desalado, un envoltorio vacío.
Que, en la fracción del pan en la fiesta de san Isidoro, descubramos a Cristo Resucitado que nos quiere sal y luz de esperanza para que las buenas obras den gloria al Padre, que está en los cielos, y nuestro mundo se acerque cada vez más a su Reino de luz y sal, de amor y verdad. Amén.