✠ Luis Ángel de las Heras, CMF
Obispo de León
Queridos hermanos y hermanas, en la Solemnidad de la Natividad del Señor, aunque sigan presentes el dolor, el mal y las guerras, hermosean los pies del mensajero que proclama la paz y la justicia y anuncia la buena noticia de la salvación.
Hoy es un día para cantar al Señor un cántico nuevo porque reconocemos y agradecemos que ha hecho maravillas revelando su salvación y su justicia al hablarnos en Jesucristo, el Hijo, reflejo de la gloria del Padre.
El Evangelio de Juan, antes de llamar a Cristo por su nombre, define sus rasgos esenciales, nos dice quién es y describe el significado y sentido de su venida a la tierra.
Efectivamente, para el evangelista Juan, como también dice la carta a los Hebreos, Jesucristo es la palabra del Padre Dios, procede de él y es él.
Su venida al mundo entronca con la tradición bíblica, pues el pueblo de Israel conoce a Dios como el que habla. Habló a Abrahán, a Moisés, a los profetas y por medio de ellos dio a conocer sus planes y designios para su pueblo. Con su poderosa palabra creadora, que está al inicio de la historia, ha llamado a todo y a todos a la vida dando el ser y la existencia humana.
Pero Jesucristo no es un profeta más que transmite la palabra de Dios, sino que él es esta palabra. En él se revela Dios de modo definitivo y pleno. Nos habla, nos hace partícipes de su intimidad; está a la puerta y llama dispuesto a cenar con quien le abra (cf. Ap 3,20) y a permanecer para siempre consolándonos en nuestras soledades, en nuestras tristezas, en tanto dolor y tanta guerra entre hermanos y en cada corazón humano.
Esta Palabra es para cada uno vida y luz. A través de ella nos llega la claridad que todo lo ilumina para vivir y orientarse en el camino, de tal modo que las tragedias de la vida, el mundo y la muerte misma pierden su aguijón.
Demos gracias a Dios porque de su plenitud recibimos gracia tras gracia y en esta Eucaristía del Día de Navidad adoremos la Palabra del Padre hecha carne y debilidad para darnos fortaleza, valor y la luz que necesitamos para recorrer el camino hacia la vida plena.
Creamos y esperemos en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, en quien está la vida que es la luz de las gentes y queremos acoger y amar y que muchos más conozcan y amen.
Es el amor más fuerte y grande mostrado en extrema debilidad y pequeñez; ternura divina de la que siempre hemos de aprender.
Al finalizar la Eucaristía, cuando adoremos al Niño Dios, pensemos que acogemos la Palabra del Padre en nuestra vida como el mayor don y la mayor bendición.
Así es y que así sea.