Mons. José Manuel del Río Carrasco
El Antiguo Testamento contenía una orden muy severa: “no puedes ver mi rostro; porque nadie puede verme, y vivir”. Hoy ese límite ha sido transpuesto, y el trasgresor no merece castigo, porque es el mismo Dios. Isaías, cantor de la esperanza en el Dios vivo, lo había proclamado: “tus centinelas alzan la voz y todos a una gritan alborozados, porque ven con sus propios ojos al Señor que retorna a Sion” ¡Aleluya! Un decreto de amor nos cobija, una palabra de gracia nos protege, un designio de misericordia ha sido pronunciado a favor de nosotros. Es Cristo, es él, en la humildad de Belén, quien nos invita a aprender el lenguaje siempre antiguo y siempre nuevo del amor. Junto al pesebre la humanidad recomienza, en el seno de María todo tiene una nueva oportunidad, un nuevo principio. El lenguaje que triunfa no es el de los hombres. Las palabras humanas desfallecen
persiguiéndose unas a otras. Son como las olas, que en su vaivén viajan sin llegar y se mueven sin cambiar. La Palabra Divina es distinta, porque tiene una fuente y un término, a saber, el misterio de Dios, misterio que no se esconde al revelarse pero que en su revelación nos desborda con su riqueza, profundidad y hermosura.
Navidad es un tiempo precioso para adorar. En esta noche santa y en este día santo hay tanto que admirar, tanto que meditar y tanto que celebrar que el alma cristiana quisiera resumirlo todo en un solo acto de donación y de fusión con el Amado. Por eso la Navidad es tiempo de adoración. Adorar es dejarnos conquistar por el amor, dejarnos invadir por la belleza, abrir las puertas a la pureza y darle permiso a la humildad para que irrumpa suavemente llenando todo de orden y sentido. El alma humana necesita adorar porque si no tiene hacia
dónde dirigirse se precipita monstruosamente sobre sí misma, y se recome en su egoísmo y su nada. La respuesta brota en Navidad: hay Uno que es adorable. Hoy es Niño en el pesebre, mañana Sacerdote en la Cruz. Se llama Jesús.