Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 16/11/2024)
Cuando se acercaba al final trágico y el fracaso aparente de su vida terrena, Jesús quiso también animar a sus discípulos. Los quería preparar a afrontar con Él el desenlace. Los quería disponer, a ellos y a nosotros, para asumir la tarea a que nos destinaría de ser sus testigos en el mundo, desde su Resurrección como Señor y hasta su venida gloriosa al fin de los tiempos, a pesar de las dificultades en contra.
Las palabras de Jesús, que hoy escuchamos en su Evangelio, son parte de aquel su discurso de despedida con el que quiere darnos confianza y seguridad. Y, así, nos anuncia cuál será también nuestro final. Es el futuro cierto de la historia, que marca su verdadero sentido. No sabemos el día ni la hora, pero seguro que llegará. Nos lo ha revelado el que conoce el proyecto del Padre a la perfección y nos lo ha anticipado ya como realidad con su Resurrección. No es utopía presentida por la que luchar, sino consumación final de lo que en Él se ha cumplido y es primicia ya.
Será la entrada triunfal y definitiva de Dios en la historia de los hombres: como hizo aquella vez que arrancó a su pueblo de las garras del Faraón; como realizó hace dos mil años al resucitar al que los poderes del mundo quisieron eliminar, porque se oponía al orden por ellos establecido. Y es que en el poder de los hombres que determinan la historia según sus cálculos solo está el futuro inmediato. La historia la lleva, sobre todo, Dios y en ella cumple sus planes. Sus planes buenos y santos de salvación a través de Cristo, que es el Señor, y con la fuerza de su Espíritu, que no cesa de impulsarla hacia el futuro definitivo marcado por el Creador. Sí, entonces y al final, se comprobará con creces cómo lo bueno tiene futuro, mientras que lo malo quedará sin salida, ni prosperidad. Es el orden justo que finalmente se impondrá para siempre, como una nueva creación que se impone sobre la primera.