D. Jesús Miguel Martín Ortega – (Diario de León, 13/04/2024)
La fe cristiana hunde sus raíces en la experiencia sobrecogedora de la resurrección. Este hecho absolutamente singular, anunciado durante siglos en las Sagradas Escrituras, se ha verificado en la persona de Jesús de Nazaret, el Unigénito de Dios y Mesías, el cual tuvo que padecer hasta la muerte, resucitar al tercer día y, en su nombre, anunciarse la salvación con el perdón de los pecados. Se trata de un hecho histórico y metahistórico; es decir, constatado en el tiempo pero que, a la vez, trasciende todo tiempo y su influjo alcanza el universo entero y la totalidad del tiempo. Nada se esconde a su potencia redentora.
Cuando en el siglo XIII se piensa en el Kyrios, en el Señor Resucitado, se tiene en cuenta esta dimensión propia del “Pantocrátor”: será “Alpha y Omega, principio y fin de todo lo creado”. Y se expresa bellísimamente en la Jerusalén celeste, es decir, en la pulchra leonina. Todos sus elementos hablan de pluralidad, son diversos y muy distintos: pilares, bóvedas, vitrales, esculturas, tímpanos, etc. Pero todos integrados en la misma construcción. Así es el pueblo de Dios, tan distinto en sus miembros pero todos integrados en una sola comunidad en la que Cristo Resucitado es el cimiento que sostiene toda la construcción, el que ensambla todas las partes, el principio y el fin de todo y de todos. Este es el testimonio que la catedral lleva dando durante ocho siglos, y recuerda a cada generación de creyentes que también nosotros somos testigos de esto.
El Viviente, el resucitado, sigue haciéndose presente en medio de sus discípulos para evitar que queden anclados en su muerte, para suscitar la esperanza cierta del triunfo de la vida, para congregar lo que el pecado dispersa y enviar a una misión alentados por su Espíritu. No se trata de ofrecer bellas argumentaciones o discursos convincentes; la misión consiste en contagiar la experiencia del encuentro con el resucitado: esto es creer; de esto somos testigos.