Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 12-VIII-2023)
En la primera lectura encontramos un suave viento. En el evangelio hay un viento tempestuoso, que produce la agonía del miedo en el corazón de los apóstoles, por las grandes olas en el Lago de Tiberíades. Entre estas dos agonías se sitúa la que oprime el corazón de San Pablo al ver cómo los judíos rechazan a Jesús y su Evangelio. Pablo es el más ardiente misionero que ha existido.
Tras la multiplicación de los panes y los peces, Jesús se retiró solo a orar, enviando a sus discípulos a la otra orilla. Las aguas del Lago se alteraron por el viento tempestuoso y los apóstoles sienten la muerte cercana. Al amanecer se les aparece Jesús caminando sobre las aguas. No se lo podían creer, debía ser un fantasma. El Señor les anima: ¡Soy yo; no temáis! Cuando le reconocen, liberan una chispa de fe en su divinidad. Sí, el milagro de los panes había acabado mal: el pueblo estaba convencido que Jesús fuese el Mesías que resolvía los problemas del cuerpo y querían hacerle rey. Por eso les mandó rápidamente a la otra orilla. Pero cuando ven a Jesús que caminaba sobre las tempestivas olas, se recuerdan del Salmo: Dios es aquel que camina sobre las aguas; de haber cantado tantas veces en la Sinagoga: Te vieron las aguas, oh Dios, te vieron las aguas y tuvieron miedo de ti. Entonces les fue fácil comprender que Jesús es Dios y no el gran “panadero”. Pedro fue el primero en manifestar su pensamiento. Necesita comprobar físicamente la presencia del Señor. “Ven”, le dijo Jesús. Pero su confianza no es todavía plena; por eso comienza a hundirse. El Señor le ayuda y le reprende: “Hombre de poca fe”.
El relato evangélico termina con Jesús y Pedro subiéndose a la barca y, apenas subidos, cesa el viento. Esta vez no ha sido necesario que Jesús ordenase a las olas; ha sido suficiente su presencia para que se calmasen. Entonces los que estaban en la barca se postraron y exclamaron: Verdaderamente eres Hijo de Dios. Será la primera confesión de fe de la Iglesia naciente.