Mons. José Manuel del Río Carrasco (Diario de León, 21-V-2023)
Celebramos hoy con la Iglesia la Ascensión de Jesús. Es el momento supremo de su vuelta al Padre, tras realizar la obra de nuestra redención; el acontecimiento que culmina su misión, para dar paso ya a la misión de la Iglesia; el preanuncio de cómo vendrá al final de la historia, para consumar su obra de salvación.
Era ya la última vez que el Resucitado, de modo visible, compartía la mesa con sus discípulos. Fue, entonces, cuando les recomendó: «No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre. Y, cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo». Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista... La misión de Jesús, aquella que comenzó con la unción del Espíritu al querer ser bautizado por Juan, llegaba ahora a su culminación. Sí, porque fue en la fuerza del Espíritu como había proclamado la llegada del Reino de Dios, invitando a su acogida; porque, animado del Espíritu, fue la implantación de ese Reino lo único que, de verdad, le interesó; porque, al ser rechazado por su pueblo, fue el Espíritu quien lo impulsó a entregarse voluntariamente a la muerte, para hacerlo realidad lograda con su resurrección. Y así, cumplido ya ese Reino plenamente en Él como primicia, se manifestó durante cuarenta días a los suyos para hacerlos sus testigos.
Y hoy, en su Ascensión, es exaltado a la diestra del Padre, desde donde reina sobre el cosmos y la historia de la humanidad. Por eso, más que del Reino, es de Él de quien los suyos tenemos que hablar. Y, para hacerlo con toda sabiduría, tenemos que ser ayudados por el Espíritu de Dios.
De este poder del Resucitado, exaltado hoy como Señor, deriva la misión universal de sus apóstoles y su potestad santificadora en la Iglesia. Y, para eso, está con su Iglesia el Señor todos los días, hasta que su obra quede completada…