D. Jesús Miguel Martín Ortega – (Diario de León, 06/07/2024)
Jesús de Nazaret, para los creyentes el Hijo de Dios y Salvador, siempre ha generado todo tipo de controversias. El Apóstol San Pablo lo expresa de una forma muy significativa en su primera carta a los Corintios: Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado; escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados –judíos o griegos-, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (I Cor 1, 22-25).
Escándalo viene a significar, en su sentido etimológico, trampa u obstáculo; por extensión, se trataría de un incidente ampliamente publicitado que incluye acusaciones de proceder incorrecto, degradación o inmoralidad. Es frecuente contemplar en los relatos evangélicos a los escribas y fariseos escandalizarse de Jesús. Lo que resulta insólito es ver que los escandalizados son los de su pueblo, sus familiares y vecinos. Ese rechazo es el que nos narra el evangelista Marcos en el evangelio proclamado este domingo.
Jesús se siente rechazado por los suyos, por los que creen conocerle mejor. En nuestros días puede suceder lo mismo. La fe no consiste en aferrarse a unas ideas preconcebidas sobre la persona del Nazareno. Las ideas son ideas y no salvan. La fe consiste, más bien, en abrir el corazón al misterio de su persona, dejarnos encontrar por él, que siempre se hace el encontradizo en el camino de la vida y nos invita a seguirle. No se trata, pues, como suponen algunos de dogmas, ritos o leyes. Se trata de una experiencia única y personal en la que entramos en relación con aquel que, por amor, ha muerto por nosotros para darnos vida.
Podemos seguir atados a nuestros prejuicios. Podemos pensar que conocemos al Señor desde pequeños y descartamos que nos pueda sorprender. Podemos escandalizarnos porque actúe en personas alejadas obrando maravillas pero no pueda hacer en nosotros ningún milagro por nuestra falta de fe. Todo depende de cómo le acojamos.