D. Florentino Alonso Alonso – Diario de León (03/02/2024)
Jesucristo aparece en el evangelio de este domingo (Mc 1,29-39) como el Salvador y el Médico de la humanidad, el enviado de Dios para sacarnos de nuestras esclavitudes. Por eso, destacará Marcos que todo el mundo buscaba al Señor para llevarle sus enfermos y encontrar la salud y el alivio. Los milagros de Jesús, las curaciones que realiza, no son gestos para seducir o agradar a la gente. Son, por una parte, expresión del amor de Dios para el hombre que sufre, cuya figura se encuentra bien patente en Job (1ª lectura: Job 7,1-4.6-7); pero, a la vez, son signos del poder de Dios, de que la salvación está en acto, de que el Reino de Dios se instaura en el mundo y el reino del mal va perdiendo terreno. Son, sobre todo, prueba contundente de que Jesús es Hijo de Dios, el verdadero Mesías. Jesús recorre los caminos anunciando la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios. Y esta es también nuestra misión. «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!», dice Pablo en la segunda lectura (1Cor 9,16-19.22-23). Esta realidad salvadora de Jesucristo viene confirmada y actualizada en la Iglesia a través de su liturgia (sacramentos especialmente) y de sus ministros. Concretamente en la Eucaristía nos da su paz, nos alimenta con su mismo Cuerpo y Sangre, nos comunica palabras de vida eterna, nos da su Espíritu, nos protege, nos sana y repara nuestras fuerzas. Así lo canta el salmo 146 cuando invita a la alabanza a Dios porque sana, venda, sostiene y reconstruye los corazones desgarrados. Por tanto, tenemos que «buscar» al Señor como lo hacían los contemporáneos de Jesús y participar plenamente en su salvación, dándole gracias por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres; pero también dando frutos de buenas obras en bien de los demás. Todo cristiano tiene el deber de participar en las celebraciones sacramentales y después ha de comunicar lo que allí ha vivido y aprendido. No lo olvidemos, el Evangelio se anuncia y se vive en obras y palabras.