Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 22/06/2024)
El esquema literario del evangelio de hoy (semejante desde el punto de vista temático al fragmento de Job de la primera lectura) parte de una situación de peligro (la tempestad), pasa a través de la invocación confiada de los discípulos asustados («Maestro, ¿no te importa que perezcamos?») y concluye con la intervención «señorial» de Jesús sobre la naturaleza y con la doble pregunta sobre la fe: primero la de Jesús («¿Todavía no tenéis fe») y después la de los discípulos («¿Quién es este, que hasta el viento y el lago le obedecen?»). La pregunta fundamental a la que conduce el relato es precisamente la última: ¿quién es Jesús?
El señorío de Jesús sobre las aguas que se agitan y muestran amenazadoras remite a buen seguro, en el lenguaje y en el simbolismo bíblico, a las aguas del éxodo, cuando Dios se reveló a su pueblo, a través de Moisés, como «liberador». En efecto, el evangelista Mateo, en su redacción del mismo episodio, recoge bien este paralelismo y emplea, a propósito de Jesús, el verbo «salvar»: Jesús se revela ahora como el verdadero «salvador». Marcos, sin embargo, deja en la penumbra esta conexión, para poner de relieve la «reacción» de los hombres: pone en el centro de la atención el tema de la fe. «¿Todavía no tenéis fe», pregunta Jesús a sus discípulos? Estos se encuentran dominados aún por el miedo («¿Por qué sois tan cobardes?»); lo que les mueve es la preocupación por el interés en obtener «algo». Así son también muchas de nuestras oraciones de petición, expresión de una fe todavía muy imperfecta que pide «milagros». Casi se diría que Jesús, en el texto de Marcos, impulsa a los discípulos de todos los tiempos a proceder a una purificación de su fe y de la imagen de Dios que la fundamenta: el Dios del verdadero creyente está más allá del mundo de los intereses terrenos y de sus «leyes» y, por consiguiente, no puede ser alcanzado solo a partir de este mundo.