Jesús Miguel Martín Ortega – (Diario de León, 26-VIII-2023)
El relato evangélico sitúa la escena en el norte del país de Jesús, en las fuentes de Banias, que dan origen al caudal del río Jordán. Esta localización geográfica sugiere pensar en las cuestiones de origen o fontales. Es allí donde el Señor plantea a sus discípulos una pregunta crucial: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?
Jesús ya era muy conocido; su fama se había extendido mucho en una sociedad subyugada por el Imperio romano y, por tanto, muy sensible a cualquier noticia que posibilitara imaginar un cambio de situación. El Galileo predicaba una liberación y era capaz de sanar los sufrimientos de aquellas gentes humildes. Por eso, unos pensaban que era el mismo Juan Bautista que Herodes Agripa había mandado decapitar; otros pensaban que era el mismísimo Elías; otros, que era Jeremías o alguno de los profetas… Efectivamente, la gente se quedaba en las comparaciones: veía a Jesús de Nazaret como alguno de los grandes personajes que Dios había elegido en la historia del pueblo elegido.
Según parece, para Jesús, ninguna de esas respuestas se aproximaba, ni de lejos, a su identidad. Por eso vuelve la pregunta hacia sus discípulos: Y vosotros ¿quién decís que soy yo?
La pregunta es fundante en la fe cristiana, es decir, su respuesta puede dar origen al proceso que desembocará en el discipulado. Sólo quien ha descubierto la singularidad del Hijo de Dios puede despojarse del barniz cultural y religioso para adentrarse en la aventura fascinante del seguimiento del Jesús. Actualmente priman las tradiciones religiosas sobre la experiencia de fe; aquellas son una pequeña luz en la oscuridad frente al sol del mediodía de ésta. La respuesta del Apóstol Pedro (Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo) destaca esa singularidad del Maestro. No caben las comparaciones; Jesús es el único Salvador de cada ser humano. La confesión de su verdadera identidad abre el camino del seguimiento, y por consiguiente, de la salvación.