Jesús Miguel Martín Ortega – (Diario de León, 24-VI-2023)
El nihilismo es uno de los rasgos fundamentales de nuestro tiempo. Heidegger lo considera «la esencia de la historia occidental europea». Todo está en crisis; nada se sostiene. Se profesa, de manera más o menos consciente, la negación de todo principio religioso, político o social. Ninguna realidad tiene un fundamento suficientemente sólido y objetivo. La muerte de Dios significa para Nietzsche, máximo exponente del nihilismo, que ya no tenemos referentes y que estamos instalados en el vacío que nos deja.
En un contexto tal, sin fundamentos donde apoyarse, sin referentes para alcanzar alguna orientación, sin un origen claro ni una meta que dé sentido a la existencia, la historia de la vieja Europa está abocada a su quiebra y derrumbe. No es de extrañar los síntomas, cada vez más notables, de fuga en sus múltiples formas: irrupción de la realidad virtual, consumo de sustancias alucinógenas, ingeniería social y pensamiento único, devaluación de la vida humana y recurso al suicidio, etc.
Con un panorama así parece que estamos condenados al triste y fútil desenlace de la pompa de jabón. Nos movemos en un medio líquido e inconsistente, heridos por la insoportable levedad del ser. Sin asideros donde agarrarnos surgen los miedos que atenazan la vida cotidiana, que paralizan la capacidad de pensar y vivir en libertad. No hay otra alternativa que sacudirse los miedos y poner nuestra confianza en quien nos dice: “¡No tengáis miedo!”
La experiencia de los primeros seguidores de Jesús de Nazaret fue inequívoca: nos dice que su principal interés radicaba en quitar los miedos de aquellas personas sencillas de Galilea, atemorizadas por el poder de Roma y amedrentadas por los maestros de la ley. Él les recuerda que si el Padre cuida de los gorriones, las personas somos mucho más importantes. Han pasado los siglos pero sus palabras siguen mereciendo nuestro crédito. No son palabras de un extraño. Es de fiar pues él murió por nosotros.