Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 05/10/2024)
Cuando creó al hombre se dijo el Señor Dios: “No está bien que esté solo”. Y es que el hombre, creado a imagen y semejanza del Creador, solo podía ser su reflejo, si siendo uno, vivía en comunión de amor con otro igual. Como el Padre y el Hijo, que siendo de igual condición, son uno en el mismo Espíritu de amor. Solo entonces, cuando fue esposo de mujer, el hombre estuvo acabado y completo para ser bendecido por Dios como fuente y principio de vida, como reflejo de él mismo, que es Amor, y como rey destinado a dominar sobre las cosas. Sí, el matrimonio no es una ocurrencia de los hombres, sino un invento de Dios, que así lo proyectó desde el principio.
Pero vino la ruptura del pecado. La soberbia engendró desconfianza y el egoísmo infidelidad. Se disipó el amor que sostenía la amistad del hombre con Dios y se debilitó el afecto entre los esposos reprochándose mutuamente la culpa. El corazón se endureció, reprimiendo la ternura de que el Señor lo dotó. Así lo admite hoy el Señor ante la pregunta de los fariseos, aquellos que con tanto celo se aferraban a la antigua situación sin dar paso a la novedad de Cristo. Y es que el corazón, enturbiado por el pecado, era ya incapaz de distinguir entre las razones humanas y el proyecto de Dios. Por eso, prometió por boca del profeta, para los días del Mesías, una renovación. Es decir, quitaré las durezas del egoísmo humano y os devolveré esa ternura que no es frágil ni endeble, sino inquebrantable y permanente que posee el Espíritu de Dios.
El matrimonio, para los cristianos, es un sacramento, una acción del Señor. Cuando los esposos se comprometen para siempre en esa unión, es Cristo quien los une y consagra con su amor. Justo porque él ha venido a restaurar, y así lo ha manifestado, la unión de Dios con el hombre y la unión del hombre con Dios, cuyo signo desde el principio es el matrimonio, que ahora se convierte también en sacramento del amor hasta la muerte.