Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 14/06/2025)
Estamos en el tiempo llamado “ordinario”. Cada uno de los domingos que siguen ahora, avivará en nosotros el recuerdo del Misterio Pascual. Hasta que se inicie un nuevo año en la vida de la Iglesia. El misterio del tiempo nos facilita así la práctica de la piedad cristiana. Piedad que es dinámica, creadora, fecunda. A impulsos del Espíritu se va enriqueciendo con nuevas manifestaciones, con nuevas festividades y formas.
En el transcurso de la Historia de la Iglesia, cuatro solemnidades, referidas a misterios encerrados en la persona de Jesucristo, han sido sucesivamente incorporadas al Misal Romano: la Santísima Trinidad, el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el Sagrado Corazón de Jesús y Jesucristo Rey del Universo. Hoy la primera de ellas: la Santísima Trinidad; el misterio de la vida íntima de Dios, tal como nos ha sido revelada por Jesucristo. Esta es una fiesta relativamente tardía. Aunque algunas Iglesias particulares, durante la Edad Media, se adelantaron a incluirlas expresamente en sus respectivas liturgias, los mismos Papas se resistían a aceptarlo. Fundados en que, la celebración del misterio trinitario se hace de manera constante todos los domingos del año. La Eucaristía es recuerdo vivo de la obra redentora de Jesucristo, en la que se nos ha revelado la acción salvadora de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La recitación comunitaria de los Símbolos de la fe, incorporada desde muy antiguo a la celebración, como respuesta del pueblo a la Palabra de Dios y preparación inmediata para la Eucaristía, confirma esta verdad. Con todo, la fe del pueblo cristiano venía exigiendo la celebración litúrgica de una solemnidad especial, consagrada a la conmemoración de este misterio; en él culmina toda la revelación de Jesucristo y es marco obligado para el ejercicio de todas nuestras relaciones con Dios.
Hagámoslo todo y siempre “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.