Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 07/12/2024)
La figura de la mujer es emblemática en el acontecer humano. El díptico Eva-María, al lado del primer y segundo Adán, describe bien la historia del hombre, entre grandeza, caída y renovación, que las lecturas bíblicas de hoy nos hacen revivir. Desde “antes de la creación del mundo” el hombre ha “sido predestinado por Dios a ser su hijo adoptivo, y por lo tanto heredero”; en la página del Génesis se habla de la intimidad con la que Dios trataba al hombre.
El hecho contado en la primera lectura es el misterio inexplicable de la emancipación del hombre de Dios, el rechazo de su regalo y su amistad. ¡Quizás sólo una madre delante del hijo adolescente que se rebela puede intuir algo de la absurdidad del pecado! Las consecuencias son terribles: la muerte, la fatiga, la violencia y el egoísmo…!
Pero Dios no se resigna. Ya aquí, al principio, hay la promesa de una salvación: “Ella te pisará la cabeza”. Llegará un día en que la humanidad podrá pisar a la serpiente, vencer el mal, en aquella “estirpe” o descendencia que estará constituida por el mismo Mesías teniendo al lado a María. “Protoevangelio” de un renacimiento o una nueva creación. Después seguirá todo el Antiguo Testamento como preparación, anuncio y esperanza, en particular en el gran filón del mesianismo: Dios realizará su salvación en aquel su Enviado que al final resulta ser el Hijo mismo de Dios que se hace carne. Y María – Inmaculada – representa el primero fruto de esta “restauración”, de este mundo salvado.
Cuando el ángel la saluda la llama llena de la gracia del Señor. En previsión del gesto redentor de su Hijo, María es preservada desde la concepción de la ola del pecado; sale, por así decir, de las manos de Dios como criatura intacta, según el designio originario de la salvación. María aurora de la nueva humanidad salvada por gratuita obra de Dios. Pero nueva sencillamente porque ha sido devuelta a su autenticidad, a aquella imagen semejante a Dios como salió de su mano creadora.