Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 01-VII-2023)
Al volver al Tiempo Ordinario del Año Litúrgico, acerquémonos ahora, sin prejuicios, a las lecturas de este día y descubriremos que poseen como referente el amor absoluto por Jesucristo: amar a Jesucristo por encima de todo y de todos; esta es la esencia del cristianismo, como afirma el evangelio. El que ama a Jesús ama también la cruz, en la que está la fuente para participar en la vida de los hijos de Dios; el que se ha convertido en hijo de Dios realiza con gran gozo las obras del amor para con el prójimo. Las consecuencias de este amor absoluto por Jesucristo vienen bien ilustradas hoy por la Carta a los Romanos y el Segundo Libro de los Reyes.
Jesús es la encarnación del amor infinito de Dios para nosotros, por lo que tiene derecho a un amor absoluto de nuestra parte. Es cierto que nuestro amor hacia Él no se mide con el metro del sentimiento, sino sobre la sinceridad de la inteligencia y la voluntad. No es un amor que se siente, es amor que se quiere. Si para ser fieles a ese amor se debe caer en la desaprobación o, incluso, en el odio de los progenitores, de los hermanos, de los hijos, el amor por Jesús debe vencer sobre los afectos y los sentimientos más queridos. Así lo dice Jesús: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”. Por eso, este amor se puede convertir en crucificante y martirizante; el Maestro lo reconoce y afirma: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Sí, con estas advertencias el Señor nos dice que, si queremos vivir en cristiano, no podemos excluir la posibilidad del martirio. No, no debemos tener miedo de esta posibilidad, porque cuando el amor hacia Cristo es sincero, permite afrontar con serenidad y gozo todas las pruebas de la vida, incluso las más trágicas. A quien le ama y participa en su cruz, Jesús le promete una vida misteriosa y maravillosa que eleva al hombre por encima de su condición natural.