Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 30/03/2024)
El Evangelio nos cuenta la primera reacción de aquellos discípulos, al descubrir el sepulcro vacío. Fue María Magdalena quien dio la voz de alarma, en aquella primera mañana de Pascua: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Camino del sepulcro salieron Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús. Este llegó antes, pero esperó a que entrara primero el que era primero que él. Pedro solo se fijó en lo que podía ver: las vendas por el suelo; y el sudario con que habían cubierto el rostro de Jesús, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo que no sólo vio, sino que también creyó. Y es que el sudario plegado con cuidado, pero aparte ya, era todo un «signo» de que en el rostro del Resucitado se desvelaría por fin, sin otras apariencias, la gloria de Dios. Pedro era uno de los que siempre se dejó llevar por las apariencias de la realidad palpada. Por eso, solo pudo ver el «signo», sin lograr comprender aún su significado. Pero el otro discípulo, impulsado más por el amor, tenía el corazón mejor dispuesto para alcanzar lo que solo la fe puede hacer entender. Y, por eso, no solo vio, sino que también creyó.
Toda una experiencia que nos da la clave de nuestra propia fe: aquellos primeros discípulos son los fundamentos de nuestra fe, porque son los testigos que lo pudieron ver; pero aceptar su testimonio se funda en ese amor que nos da la capacidad para alcanzar la dicha de creer sin ver. Sí, la fe en el Señor Jesús es fruto también de una opción radical: la de los que, no conformándose con sólo los bienes de la tierra, aspiran a los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios, como nos dice hoy el Apóstol en la segunda Lectura. Es esta la condición para poder gozar la experiencia de vida nueva que entraña cada domingo, sin convertirlo en un día más de la tierra.