Florentino Alonso Alonso – (Diario de León, 08-VII-2023)
El Espíritu Santo nos ilumina para penetrar y vivir cada vez mejor el misterio del Señor, escondido a los sabios y entendidos, pero revelado a la gente sencilla, ya que así lo ha determinado el Padre celestial. Porque los misterios del Reino solamente los descubren y aceptan los pobres y humildes (evangelio: Mt 11,25-30). Cristo fue también manso y humilde de corazón; es presentado por el profeta Zacarías como rey justo y victorioso, que viene a Jerusalén modesto y cabalgando en un borrico (Zac 9,9-10). Y comunica sus dones y abre las puertas de su Reino a los pobres y débiles del mundo, a los que no cuentan, para confundir a los que cuentan, para que nadie se gloríe en presencia del Señor (cf. 1 Cor 1,27-29). Es el plan que ha querido seguir el Señor: «Sí, Padre, así te ha parecido bien» (evangelio). A éstos Jesús les llama: «venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso» (evangelio). La vida conlleva, sin duda, una fatiga, un peso difícil; y el seguimiento de Jesús, a quienes pretendemos ser sus discípulos, se nos hace muchas veces bastante duro. Pero Él se nos ofrece para compartir ese peso; de la carga no vamos a ser liberados, pues la vida hay que vivirla y cada cual hemos de aceptar su dureza y sus riesgos. Pero, si creemos en Él y nos dejamos echar una mano, la carga puede hacerse llevadera y hasta ligera. Él sí va a pedirnos que liberemos nuestro corazón de inútiles deseos y que no nos dejemos esclavizar por cosas vanas. Es cuestión de renuncia y desprendimiento, de despojo de tanto fardo superfluo. Por tanto, descubrir, penetrar y acoger a Cristo y su mensaje no es cuestión de inteligencia, ni de valía o esfuerzo meramente personales. Es un don de Dios y se da a los que se acercan a Él humildemente, con sencillez y disponibilidad («venid a mí… aprended de mí… tomad mi yugo»). Es en el silencio, en la oración, en la acogida de la Palabra y en la humillación, donde Dios se revela y se le descubre.