Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 09/03/2024)
El evangelio de hoy nos transmite la respuesta del Señor a la última pregunta de Nicodemo: “¿Cómo puede ser esto?” El Maestro le explicó: “Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. A la manera como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que el Hijo del hombre sea levantado, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Jesús habla de una bajada del cielo y una subida al cielo; un descenso misterioso y una ascensión. El Hijo del Padre, la Palabra que “existía en el principio y estaba junto a Dios, y era Dios… se hizo carne y acampó entre nosotros”. Bajó, tomó forma de siervo, vaciándose de la gloria que le corresponde como Dios; se anonadó, que todas estas expresiones utiliza la Escritura, para vivir entre los hombres como un hombre cualquiera, excepto el pecado. Luego seguiría la subida.
Ahora bien, este descenso del Hijo no se terminó con su encarnación en el seno virginal de María. Como cualquiera de los hijos de Adán, había de bajar a lo más profundo de la muerte. Nosotros decimos, al recitar el Símbolo de nuestra fe: “Descendió a los infiernos”. Jesús mismo habla de su muerte como la “hora de su glorificación”. Su camino de vuelta al Padre. Y por eso, aquella su palabra “es necesario que el Hijo del hombre sea levantado” tiene un profundo significado. Era necesario, para que todos nosotros le pudiéramos mirar. Levantado, puesto en alto, clavado en la cruz como un malhechor, para ofrecer su vida en sacrificio por la salvación de todos sus hermanos. En su figura se nos revela el misterio del amor del Padre y del Hijo para con todos los hombres.
¡La conciencia, la actitud de Jesús! También nuestra conciencia cristiana; nuestra actitud cristiana ante la vida y en medio del mundo, como discípulos y testigos de su Evangelio. El Señor nos haga fuertes. El que, alzado en la cruz, es “fuerza de Dios”.