José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 10-VI-2023)
En este domingo, día de la Resurrección del Señor, celebramos su nueva y permanente presencia entre nosotros bajo los dones eucarísticos. Jesús quiso escoger el pan y el vino como sacramento de su victoria sobre el pecado y la muerte; como signo de su triunfo pascual; como alimento de la vida eterna a la que nacemos por el Bautismo. La primera lectura nos narra la ofrenda de Melquisedec, como figura del sacerdocio de Cristo: el supremo sacerdote que está ya para siempre ante Dios y nos sale hoy, también, al encuentro, para ofrecernos su vino y su pan. Son los signos con los que celebrar, una vez más, su victoria sobre el pecado y la muerte. Es el alimento que nos da para reponer las fuerzas de nuestra lucha cristiana.
Ya lo anunció el Señor al multiplicar los panes y los peces, como nos cuenta hoy el Evangelio. Durante aquel día, Jesús le hablaba al gentío del Reino de Dios. No, ningún otro alimento nos puede saciar como el que Jesús nos da. El pan que nosotros nos procuramos es fruto de nuestro sudor; pero el que Él nos da es obra gratuita de su amor. El pan que nosotros producimos está mal repartido y no llega a todos; el pan del Señor alcanza a todos los que lo buscan y se acercan. El pan que cada día comemos restaura nuestro cuerpo del desgaste cotidiano; el pan del Señor nutre en nuestro espíritu el apego a Él y a su Evangelio. En fin, todo otro pan solo alimenta y mantiene una vida mortal; pero el que Cristo nos da es prenda y sostén de la vida eterna.
Si comemos el cuerpo de Cristo, es para ser su Cuerpo en el mundo, como Iglesia de Dios. Si nos alimentamos de la entrega del Señor, es para ser hermanos unidos que se entregan mutuamente en el mismo amor. Ojalá y así como muchos granos dispersos lograron formar un solo pan para muchos hermanos, ojalá y así nos unamos para formar esa familia que ha de ser fermento de comunión en el mundo. Acerquémonos hoy al que nos sacia y llena el corazón.