Florentino Alonso Alonso – (Diario de León, 29-VII-2023)
Las parábolas del tesoro escondido y la perla preciosa nos declaran que el reino de los cielos es el mayor de los tesoros, y la parábola de la red barredera, con peces buenos y malos, nos vuelve a recordar (como la de la cizaña) la paciencia y justicia de Dios. Las tres, agrupadas por Mateo en su evangelio (Mt 13,44-52), aunque predicadas por Jesús en circunstancias distintas, nos vienen a decir lo mismo, complementándose: el reino de Dios es el tesoro de los tesoros, la más fina de las perlas por cuya consecución bien merece la pena venderlo todo, «llenos de alegría» dice el autor sagrado. Es otro modo de expresar muy bellamente que la salvación íntegra, total, eterna es lo único necesario. Como si el Señor también nos preguntara: ¿Qué importa ganar todo el mundo si por ello se pierde o mengua un grado, aunque sea mínimo, de gracia o de gloria imperecedera? El «llanto y rechinar de dientes» de los caídos en el horno encendido del que nos habla la tercera parábola, la desesperación de los que pudiendo arribar al reino de los cielos por causas baladíes renunciaron neciamente a él, traicionando su fe y su bautismo y alejándose de Cristo, es la más trágica, real y expresiva de las respuestas. Además, en la segunda de las parábolas, Jesús nos dice que «el reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas» que vende todo lo que tiene para poder comprar la de gran valor que ha encontrado. Si el plan de Dios, como nos enseña San Pablo (segunda lectura: Rom 8,28-30), es que seamos semejantes a su Hijo en vida, muerte y resurrección gloriosa, en el comerciante tenemos nuestro modelo: Cristo Jesús que, siendo Dios, vende todo cuanto tiene, se rebaja, se anonada, se hace hombre y vive y muere para el hombre, para salvar a todos los hombres, inaugurando el reino de Dios en el mundo. Ese reino está entre nosotros. Comienza aquí. Si se llama «de los cielos» es porque «los cielos» significan la cumbre de las aspiraciones del corazón humano, que no puede ser otra que Dios mismo, buscado, seguido, parcialmente poseído aquí por la fe, la esperanza y el amor, y en plenitud en el cielo.