✠ Luis Ángel de las Heras, CMF
Obispo de León
Queridos hermanos y hermanas, esta solemnidad litúrgica de Todos los Santos nos invita a compartir el gozo celestial de los bienaventurados que «viven para siempre». Los santos son una muchedumbre, una gran nube de testigos, hacia la que hoy dirigimos nuestra mirada agradecida y esperanzada. Entre tantos, como sabéis, no están solo los santos reconocidos oficialmente por la Iglesia, sino también los bautizados de todos los tiempos que han corrido bien la carrera luchando por cumplir con amor y fidelidad la voluntad de Dios. A muchos no podemos identificarlos, pero resplandecen igualmente.
En este día la Iglesia celebra que es “madre de los santos, imagen de la ciudad celestial” (A. Manzoni) y muestra su belleza de esposa de Cristo, fuente y modelo de santidad, aunque tenga también hijos díscolos que la hagan pecadora. Pero en la multitud innumerable de los santos, la Iglesia refleja sus características más importantes y en ellos halla su alegría más honda.
En el libro del Apocalipsis, los santos se mencionan como “una muchedumbre inmensa… de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9). Hombres y mujeres de todos los tiempos y de toda la tierra; hijos e hijas amados con el amor inigualable de Dios Padre —como dice la primera carta de san Juan—, unidos, con todas sus diferencias, en el propósito de hacer vida el Evangelio de Jesús con el impulso del Espíritu Santo.
Celebrar esta nube ingente de santos debe suscitar en nosotros deseos de santidad. Deseos de ser como ellos, amigos de Dios, amigos fuertes y cercanos del Señor que quieren vivir junto a Él, en su familia eterna. Es nuestra vocación común a la santidad.
Naturalmente nos preguntamos ¿cómo podemos conseguirlo? Lo primero, es detenerse a escuchar a Jesús, poner el corazón en actitud de acoger su Palabra con el deseo de comprenderla y hacerla vida. Esto significa seguir a Jesús en lo bueno y en lo malo, sin desalentarse. Esto significa estar dispuesto a ser discípulo misionero suyo con otros, pues nunca estamos solos. Podemos avanzar por el camino de la santidad fiándonos del Señor, amándolo con sinceridad, renunciando a nosotros para encontrar la vida verdadera con un gozo indescriptible que experimentamos cada vez que hacemos vida el Evangelio, entregándonos a Dios y a los hermanos, especialmente a los necesitados.
Exige un esfuerzo constante, pero está al alcance de todos, porque la clave es reconocer que más que esfuerzo nuestro es don de Dios, con tal de que le dejemos actuar en nosotros para llegar a vivir las bienaventuranzas, proclamadas en el Evangelio de hoy.
Tengamos el valor y la alegría de dejar que el Señor nos haga pobres de espíritu, mansos, consolados, buscadores y promotores de la justicia, misericordiosos, limpios de corazón, artífices de paz, discípulos de Jesús que se gozan en la persecución y en la calumnia por su causa.
Las Bienaventuranzas nos muestran los rasgos de Jesús y manifiestan su misterio de muerte y vida, de pasión y de alegría de la resurrección. Tanto en cuanto acogemos la propuesta de Jesús y le seguimos, podemos participar de su bienaventuranza.
Hermanos y hermanas, el misterio eucarístico en el que entraremos ahora, va a expresar nuestra unión con Cristo, vid verdadera, que nos une a todos nuestros hermanos, tanto los que peregrina aún en la tierra como los santos del cielo, amigos y modelos de vida.
Que los santos nos ayuden a seguir como ellos los pasos de Jesús, a responderle con generosidad haciendo vida el Evangelio.
Invoquemos particularmente a María, Madre del Señor y nuestra, espejo de santidad, para que nos indique cómo ser fieles discípulos misioneros de su Hijo Jesucristo. Amén.