«En el principio existía la Palabra» (Jn 1,1)
✠ Luis Ángel de las Heras, CMF
Obispo de León
Jesucristo es la Palabra del Padre, luz eterna de todo creyente. Esa es la más íntima realidad de Jesús, su procedencia de Dios y su importancia para nosotros, los seres humanos; para este mundo que discurre entre sombras.
El pueblo de Israel conoce a Dios como aquél que habla, no como el que se encierra en el silencio. Habló a Abrahán, a Moisés, a los profetas… A todos les dirigió la palabra para que la transmitieran como palabra de disposición, exhortación, advertencia; palabra de promesa y ánimo. Con su poderosa palabra creadora, Dios ha llamado a todo a la existencia. Su palabra ha dado el ser y la vida.
Jesucristo no transmite sin más la palabra de Dios, sino que Él mismo es la Palabra, la primera y la última palabra del Padre. En Él se revela Dios de modo definitivo y pleno, haciéndonos partícipes de su intimidad divina.
Al dirigirse a nosotros nos interpela con la profundidad de la que viene y con la relación que mantiene con toda la creación.
Porque la Palabra no es creada, sino que existe desde siempre y por medio de ella se hizo todo y sin ella no se hizo nada en este mundo.
No es una palabra que se extinga, sino que es eterna y perennemente unida a Dios, porque es el mismo Dios. En todo cuanto Jesús hace y descubrimos en el Evangelio se verifica que es la palabra misma de Dios, sólida y digna de crédito. Palabra que perdona y sana, resucita, cura, levanta, consuela, alienta, enseña, ama, es paciente y llena de esperanza hacia las bienaventuranzas.
La relación especial de la Palabra con los hombres queda bien expresada como vida y luz. Resuenan hoy el salmo 119 cuando dice «Tu palabra es lámpara para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119,105) y «¡Estoy profundamente afligido, Señor; dame vida con tu palabra!» (Sal 119,107).
El gran don de la palabra es la vida, así como Dios es el Dios vivo (cf Jn 5,26). Mediante esta plenitud inagotable de vida, la Palabra se convierte en luz que ilumina, que irradia claridad, que hace posible vivir con sentido, con orientación, con horizonte, con mirada alta.
A través de esta vida suya, todo queda iluminado y se transforma en ámbito de vida. Incluso la muerte, el último enemigo en vencer, cuyas tinieblas y sombras desparecen con la luz de la Palabra.
No faltan fuerzas contrarias a la luz y a la vida, pero la Palabra como luz y vida prevalece contra toda fuerza hostil. El Evangelio de Jesús revela que la luz vence y continúa iluminando a cada persona humana, porque es la luz verdadera. Sobre cada hombre que reconoce la luz se derrama la vida.
Hermanos y hermanas, el Nacimiento de Jesús en Belén nos da mil motivos para ser agradecidos. Nuestra gratitud es fruto de la acogida de Jesucristo, Palabra del Padre, luz eterna de todo creyente.