Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 5-II-2023)
Jesús nos describe hoy la identidad cristiana con dos imágenes que nos hacen reflexionar profundamente. La primera es esta: “Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se vuelve sosa… sólo sirve para tirarla fuera y que la pise la gente” La sal era más valiosa que el oro en la antigüedad. Jesús no ha podido encontrar un término más elocuente para indicar la misión del cristiano en el mundo. La sal es tan débil que fácilmente se disuelve y desaparece en el alimento; pero a la vez es tan fuerte que convierte en incorruptible la carne que la recibe. En contacto con una herida, la cura, pero hace sufrir porque su fuerza quema. Pero si la sal pierde sus características se convierte en algo despreciable, solo sirve para tirarla por el suelo y ser pisoteada por la gente. Lo mismo se puede decir del cristiano; si renuncia a las características derivadas de su bautismo, en el que se ha convertido en una nueva criatura y se ha enriquecido con el sabor de Cristo, pierde todo su valor. No es ni siquiera necesario que sea echado por tierra, ya se ha tirado él mismo en el fango.
La imagen de la luz no es menos hermosa que la de la sal; constituye su complemento y le añade un aspecto una nota de humor. Nos dice Jesús: “Vosotros sois la luz del mundo”. La candela se pone en el candelero para servir, y su servicio consiste en alumbrar a los de casa. Se trata de una gran casa como la Iglesia, que se extiende por toda la tierra. La luz que expande la candela proviene del dueño de la casa que ha puesto el aceite y la ha encendido.
Las consecuencias operativas de las dos imágenes están contenidas en la conclusión pronunciada por Jesús: “Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro padre que está en el cielo”. Isaías y san Pablo nos ayudan a vivir el Evangelio y nos muestran hoy, con las palabras y las obras, qué significa ser sal de la tierra y luz del mundo.