Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 14-X-2023)
La liturgia nos presenta en este domingo el tema del “banquete mesiánico”, Isaías lo propone y la parábola evangélica lo retoma, dilata y enriquece. Este banquete abundante se realizó con la venida del Hijo de Dios sobre la tierra y fue para todos los pueblos.
“El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo”, el banquete se ha transformado en una comida de bodas y, el esposo, es el Hijo del rey. Es curioso que no se nos hable de la “esposa”, parece como que no existiera. Pero ya sabemos que no se habla de bodas entre hombre y mujer, sino entre Dios y su pueblo, entre Dios y la Iglesia, que Cristo con su sangre hace esposa.
Los primeros invitados a las bodas mesiánicas fueron los judíos, pero ellos, rechazaron en masa la invitación. La boda está preparada, el esposo presente y, el rey, no quiere aplazar la fiesta. Por ello manda a sus criados a buscar invitados a los cruces de caminos. De este modo se llena la sala del banquete con invitados buenos y malos. No, no se puede participar al banquete mesiánico sin llevar el vestido de fiesta; no se puede pertenecer a la Iglesia-esposa sin pertenecer al Cristo-esposo, sin estar “revestido de Cristo”, como afirma San Pablo.
Con la parábola, San Mateo quiere que comprendamos que se puede estar en la Iglesia y ser culpables, como los judíos, que rechazaron la invitación del rey. Ellos poseen la culpa de no haber querido ir a la boda, nosotros, por nuestra parte, podemos tener la culpa de acudir con una actitud irreverente hacia Dios que nos ha invitado, es decir, sin el vestido de bodas. Como dice San Pablo: Revestíos del Señor Jesucristo, y no sigáis la carne ni sus deseos.
La Eucaristía es el Banquete con el que Cristo celebra sus bodas con la Iglesia y con cada uno de los cristianos; en este contexto, la vestidura nupcial significa la pureza con la que es necesario acercarse a la mesa que ofrece al hombre el Pan de la vida.