D. Jesús Miguel Martín Ortega – (Diario de León, 25/05/2024)
Un elemento esencial de la identidad de los seguidores de Jesús de Nazaret radica en ser conscientes de tener una misión. No se trata de una misión construida con el paso de los siglos ni tampoco una mera estrategia de marketing. El resucitado, como colofón de su obra redentora, confía a sus discípulos la misión de continuar lo que él hizo: Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.
Esta misión requiere, en primer lugar, como condición, salir de uno mismo, salir de la propia zona de confort, movilizarse para ponerse en camino, al encuentro del otro, de los demás. En segundo lugar, marca el objetivo de la misión, hacer discípulos; nada tiene que ver con el proselitismo en cuanto ganar a otros para la causa. Eso hacen los partidos políticos y otros grupos sociales. La misión de hacer discípulos no implica adhesión a “algo” (una ideología o un modo concreto de pensar o sentir o valorar) sino adhesión a “alguien”, a Jesús, muerto y resucitado, Maestro y Salvador. Además, en tercer lugar, los destinatarios son todos los pueblos, clara universalidad. En cuarto lugar, establece dos acciones para esa magna tarea de hacer discípulos: bautizándolos y enseñándoles. Al bautizar se engendra una vida nueva; una vida que brota del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por eso se bautiza en su nombre. Esa vida que nace hay que cuidarla y hacerla crecer por la enseñanza. Puesto que la Iglesia es la que bautiza y enseña, es reconocida por ello como Madre y Maestra.
En momentos de tanta confusión como los que vivimos, resulta más que gratificante sabernos discípulos, engendrados en el seno de la Iglesia por la que nos ha llegado la vida de Dios, comunidad de personas, y en comunidad de personas crecemos hasta integrarnos en la vida trinitaria, meta de nuestra existencia y descanso para nuestra aspiración de infinito.
