Jesús Miguel Martín Ortega – Diario de León (30-XII-2023)
Quien más, quien menos, todos hablamos en nuestros días de la crisis de la institución familiar. Ciertamente, la crisis es grave; pero más grave es aún que la situación en que se encuentra sea, en buena medida, inducida. Como si se tratara de una adolescencia colectiva, el mundo occidental se ha querido sacudir el supuesto yugo de la familia con el objeto de alcanzar la deseada autonomía y libertad. También han entrado en juego las condenas al escarnio y la vergüenza por el veredicto de culpabilidad de todos los males presentes en nuestra cultura: el patriarcado ancestral, la decadencia de modelos y roles familiares arcaicos, el encorsetamiento de la vida personal, la rémora que supone la atención a los descartados, pequeños y ancianos, la reducción de la libertad, etc.
Con todo, quienes lanzaron al destierro su vida familiar no parecen haber encontrado una alternativa adecuada: Romper drásticamente los lazos familiares suele dejarnos a la intemperie, cuando no abandonados en la deriva de la desestructuración más descarnada e inhumana. La historia parece enseñarnos que en los tiempos difíciles se estrechan más los vínculos familiares. La abundancia separa a los seres humanos. La crisis y la penuria los unen. Ante la previsión de que vamos a vivir tiempos difíciles, son bastantes los que presagian un nuevo renacer de la familia.
Frente a la gélida aridez de la falta de valores reinante, la familia sigue ofreciendo el calor del hogar, tan necesario para la salud mental y cordial; es escuela de humanidad donde se aprende aquello que ninguna universidad enseña: a amar de verdad, amar dándose uno mismo; amar con ese amor que nos hace crecer como personas con capacidad de poner ternura alrededor y transformar la vida humanizándola.
Mirar a la sagrada familia de Nazaret es recuperar el nervio esencial de nuestra vida, y poder decir, a su remanso: “hogar, dulce hogar”. No es un tópico. Quien tiene corazón sabe de qué hablo.
