Mons. José Manuel del Río Carrasco – (Diario de León, 18/01/2025)
Derrotado y deportado el pueblo de Israel sentía el abandono de Dios. Y es por boca del profeta que, esta vez, les anuncia así la salvación. Sí, hasta ahora, las relaciones de Dios con su pueblo eran como un noviazgo. Con esos altibajos y desavenencias propios de una situación donde el amor todavía no está maduro. Pero el Señor promete el matrimonio. Una alegría definitiva y un amor para siempre. Él mismo será el Esposo de su pueblo. En Jesús, el Hijo de Dios, ha hecho ya a la humanidad carne de su carne y hueso de sus huesos. El domingo pasado se manifestó como Siervo, y el Padre nos lo presentó como Mesías ungido con el Espíritu. Hoy se presenta ya como ese Esposo, Dios mismo, que llenará de alegría a la esposa, aquella que se sentía abandonada. ¿Qué mejor sitio donde hacer esta revelación que en una boda? Todos recordamos la narración del milagro de Caná. Con todo, lo importante para nosotros, como para aquellos primeros discípulos, no es el milagro en sí, sino su significado. Por eso, el evangelista, que fue testigo, termina diciéndonos: En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.
El vino que habían preparado, se acabó. Con su falta se terminaba la fiesta. María, con su intuición de mujer, tan atenta a los demás, se da cuenta del problema. Por eso acude a su Hijo para que se hiciera cargo de la situación: les falta vino. Solo él llevará a pleno cumplimiento el Antiguo Testamento, inaugurando el Nuevo. Por eso, cuando llevaron al mayordomo el vino nuevo de Jesús, reconoció ante el novio: “has guardado el vino bueno hasta ahora”. Sí, aquel vino presagiaba ya aquel otro que tomó en sus manos el Señor para convertirlo en el signo de su sangre. Esa con la que nos limpiaría para hacernos Iglesia, que es la esposa del Señor. Sí, es la misma que mañana nos dará para que no se acabe la fiesta. En ella se hace sacramento el amor irrevocable del Señor.