Jesús Miguel Martín Ortega (Diario de León, 19-II-2023)
En el desarrollo de la conciencia ética a través de la historia, el ojo por ojo suponía el intento de acotar la siempre desmedida ansia de venganza, que metía a los afectados en una espiral creciente de destrucción. Efectivamente la ley del talión ponía límites a la escalada de odio y violencia, al tiempo que suponía un avance de gran magnitud en las relaciones humanas. Sin embargo, este no iba a ser el final del camino. La aplicación de la ley del talión lograba la equidad, pero seguía sustentándose en la venganza. Devolver mal por mal no parecía que fuese la mejor expresión de humanidad.
Jesús de Nazaret irrumpe en la historia invitando a vivir el amor, y un amor que incluso alcanza a los enemigos. Siendo esta llamada a amar a los enemigos el punto más escandaloso de su predicación, es también, la cumbre del obrar humano y el corazón de la vida cristiana. Sólo por este punto, la persona que busca sin prejuicios la verdad, se encontrará con el horizonte más amplio de su capacidad de amar y se topará con quien fue el modelo perfecto de traducirlo a la vida: el Hijo de Dios.
Se puede decir, pues, sin miedo al error, que todo camino que separa del amor a los enemigos termina deshumanizando y destruyendo a las personas que toman esos derroteros. Es verdad que el amor a los enemigos no consiste en alentar sentimientos de afecto o simpatía hacia quienes nos hacen daño. Esta pretensión sería tan simple como ineficaz. Se trata de no devolver mal por mal; incluso de procurar el bien, de perdonar al causante del daño recibido, pues el perdón sincero siempre es más humano que la venganza.
Si seguir a Jesús, además de maravilloso, es también empeño difícil y esforzado, el amor a los enemigos resulta ser el punto más exigente. Perdonar, no hacer frente al que agravia, poner la otra mejilla, dar el doble de lo requerido… son acciones concretas de un amor que nos identifica con el Señor, un amor de donación, cima del amor humano.